Generación Efedrina
 
 


Crítica Digital   - nota publicada en la versión digital del 17/12/2008  (http://criticadigital.com/index.php)

 

El padre de Damián Ferrón era mayordomo en el Casino de oficiales del ejército argentino.
Durante la dictadura fue el hombre encargado de atender a los generales. Es más, mientras en las Malvinas se peleaba la guerra, él tenía una misión estratégica: le servía los whiskies a Galtieri.
Eran días difíciles en los que la tensión del trabajo inundó su casa de Villa Urquiza. De tanto servir se puso a tomar, demasiado. La vida familiar se vino a pique. Su mujer se fue con sus hijos y se instaló en una casa del Fonavi en Lugano. Damián Ferrón creció allí, atravesando los 90. Se sentía, a pesar de la separación y el cambio de barrio, un chico bien.
De los pibes de la zona era de los que prefería la música electrónica a la cumbia, el gimnasio a la esquina y el Baileys a la cerveza. Se peinaba con raya al costado. Hizo el servicio militar y después su padre le consiguió un puesto como administrativo en el edificio Libertador. Sin haber terminado el secundario, no podía aspirar a mucho más. Aunque tenía sueños simples, le parecían inalcanzables: una casa, un buen auto, vestirse bien.  Nada de eso podía pasarle trabajando allí. Veía a su padre prendido a la botella, luego de trabajar toda su vida, empinando el codo hasta el final. No quería eso para él. Apuraba su economía para comprar ropa en las casas de surf y en Ona Saez. Se largó con su hermano con un reparto de golosinas Stani al por mayor. Pero todo iba muy lento. Veía que su hermano ganaba más que cualquiera de sus amigos y así y todo, apenas llegaba a fin de mes, siempre viviendo, como le gustaba decir, con el dedo en el culo, haciendo malabares para llevar a su familia adelante.
Cuando Luis Salerno, un viejo amigo, le ofreció trabajar con él en su droguería Pharmagroup, Ferrón no dudó. La comercialización de medicamentos dejaba un margen cuantioso de ganancias y Salerno le ofrecía convertirse en su mano derecha, conducir juntos la empresa. Vivía con su esposa en un departamento, arriba de la casa de su madre. Era joven, ambicioso, de buena presencia y una astucia barrial que podía ser muy útil. Salerno, un ex policía, no manejaba los mismos códigos que los jóvenes con los que tenía que lidiar en el negocio de los medicamentos. Jóvenes tan cancheros que la cancha les quedaba chica. Ferrón se transformó en su operador público.
Fue así que conoció a Sebastián Forza, que quedó encantado con su nuevo interlocutor. Hablaban el mismo idioma. Se emborracharon una vez y se hicieron íntimos. Forza lo sumó a su círculo de amistades. No soportaba a Salerno, su perfil de policía bonaerense, su vulgaridad. Se habían conocido de casualidad en el Open Plaza de Pilar, donde Forza pasaba las horas cuando no quería estar en su casa. Vivía en un country pero no estaba casi nunca. Sin embargo, cadavez que entraba al complejo se sentía fuerte, del lado de los que ganaron. Hizo algunos negocios con Salerno pero ahora ya no hablaba con él, porque con Ferrón se llevaba mucho mejor. Eran, en apariencia, del mismo palo. Ferrón, a su vez, vio en él al hombre que quería ser. Era sus sueños en movimiento. Ya no se sentía tan boludo viendo la vida pasar desde el edificio Libertador, viendo las 4x4 pasar, los mini-cooper, las minas de Bailando por un sueño estrujando el caño. Cuando pudo se compró una 4x4, una Vitara. Era de las más baratas, sí, pero no importaba: ahora era uno de ellos y miraba él también al mundo del lado de adentro de las ventanillas. Forza le decía que los gustos hay que dárselos en vida. Lo hizo: vivía en un barrio privado, solo usaba computadoras Mac, olía a fragancias importadas y tenía autos de lujo y motos que sacaba en leasing para darle lustre a su propio mito: luego de su muerte la policía descubrió que tenía un BMW, un Mini Cooper, un Audi, dos Chevrolet Vectra, una camioneta Ford Ranger, un Citroën C3 y dos motos, una
BMW y otra Yamaha. La última semana santa, a pesar de las deudas y las amenazas de muerte que había denunciado, la pasó en Eurodisney junto a su mujer Solange y su hijo, llamado Santino, un nombre de moda, como se llamaba el hijo más bravo de Vito Corleone, y también el que murió más joven.
Se sentía realizado cuando compraba camperas Alpha de diseño o relojes de lujo en el Patio Bullrich, o tomando mucho champagne, siempre Chandon y sino, el más caro que hubiera. Vivía con la euforia a flor de piel y el pulso agitado de quien se sabe al límite. Confiaba en ser galán, pero también quería ser billetera. Tenía seis armas de guerra con licencias habilitadas por el Renar. "Para Forza la guita era una patología", explica Ricardo Ragendorfer el corazón latente de la tragedia. El periodista está por publicar (por Sudamericana) una investigación sobre el caso que
se llama, tentativamente, Las viudas de la efedrina. "En el secundario el pibe había armado un mercado negro colegial que era la razón de su vida. Traficaba machetes para los exámenes, recuperaba por dinero objetos robados, vendía alcohol a escondidas en las fiestas escolares. Digamos que tenía el don de la oportunidad comercial en la sangre", explica.
Hijo de un gerente de laboratorio, había crecido en un hogar de clase media estándar. Cuando su padre notó que no había forma de que se metiera en una carrera universitaria, a los 18 años, le consiguió un trabajo de visitador médico. Le fue bien. Iba con el portafolio por todos lados, haciendo morir de risa a los doctores. Siempre perfumado y con estampa de Dandy eléctrico. Sabía de remedios oncológicos como nadie. Estaba para más. Por eso en 2002 se asoció con Martín Magallanes, que ya estaba en el negocio. Fundaron Seacamp, una distribuidora de medicamentos. En 2004 se separaron. Forza siguió solo. Se sentía condenado al éxito. Decía entender cómo funcionaban las cosas en Argentina. En cuatro años armó un descalabro de empresas, contactos políticos y vida desmesurada. Era un hombre de acción y le gustaba jugar con fuego. Magallanes, mientras tanto, fundó otra distribuidora, Unifarma.
Nombró como gerente comercial a un viejo conocido, Ariel Villán. La venta de medicamentos daba márgenes de ganancias impresionantes. No importaban los agujeros negros financieros que dejaban los pagos a plazo del Estado.
Cambiaban los cheques en las cuevas del microcentro y seguían buscando mejores negocios. A Forza, Villán ya lo conocía: habían sido compañeros del secundario. Retomaron su amistad a fuerza de encuentros en un departamento privado de la calle Maipú donde las chicas no bajan de los 500 pesos la hora y media. Luego de un buen negocio, Villán le compró un Minicooper a Forza y se fue a vivir a Las Cañitas. El mundo, en el fondo, no era todo crisis e impotencia. Era una sensación nueva que lo iluminaba todo: el poder de sentir que algo que querés, finalmente
sucede.
Luego de algunos años de expansión, los descalabros financieros se volvieron irrecuperables. Para Forza, para Magallanes, para Salerno. Escaparon hacia adelante. Llenos de deudas, necesitaban dinero fresco. Forza, Villán y Ferrón eran la fuerza bruta, el motor ciego de un negocio en el que les iba la vida. Leopoldo Bina parecía de otra especie. Publicista y universitario no sabía un pomo
sobre medicamentos. Trabajaba junto a su padre en una revista de portuarios y sus contactos en la aduana eran fluidos. Se había cruzado con Forza en una curva inoportuna de la ruta de la efedrina que ambos transitaban.
En una sociedad sin ley, ellos lo veían claramente. Tenían los cuatro poco más de 30 y habían aprendido algo: la única verdad es la realidad del dinero. Donde reina la cometa y el apriete, donde se blanden los contactos políticos para hacer negocios, ellos no serían carmelitas descalzas. Las coimas a los funcionarios públicos, los remedios adulterados y el tráfico de efedrina para los narcos mexicanos eran parte de las reglas del juego y nadie iba preso por eso. No tenían contradicciones morales. Tampoco lo habían inventado ellos.
Eran, lo que se dice, hombres de su tiempo. Los primeros mártires de la generación efedrina: los hijos de la era de la corrupción.
 
 
Hasta el cielo
En 2008 el narcotráfico cruzó todas las fronteras para irrumpir en la televisión con la fuerza de lo nuevo. Como si hubiese sido de repente, lo que desde hace años se anunciaba explotó sin retorno: sicarios en el Unicenter, laboratorio de pastillas en Maschwitz, tres chicos de clase media ejecutados en Rodríguez, un suicidado en Boedo y hasta un "Rey de la efedrina", Mario Segovia, que tenía en su casa de Rosario una fortaleza: 275.000 euros, 70.000 dólares, 18 armas de fuego, 6 lingotes de oro de medio kilo cada uno y cuatro autos de lujo, entre ellos un Rolls Royce negro, el más caro de la Argentina, que viajó de Rosario a Campana en una caravana sepulcral, flanqueado por dos Hummer y una Land Cruiser, también de Segovia.
Y en el centro del debate, el financiamiento oscuro de la campaña presidencial de Cristina
Kirchner que blanqueó dinero utilizando no sólo valijas venezolanas sino también donaciones fantasmas de monotributistas y empresas ligadas al narcotráfico.
La cadena de muertes y detenciones terminaron de blanquear las operaciones de los cárteles mexicanos en la Argentina. El reflejo mexicano siempre asusta y anuncia un futuro tan negro como el Rolls Royce de Segovia. Allí las cosas están movidas: este año murieron 5.376 personas por enfrentamientos armados y ejecuciones relacionadas  con el narcotráfico. Más del doble que en 2007. Luego de la regulación del comercio de efedrina en el mercado mexicano,  los cárteles se vieron obligados a buscar nuevos proveedores.
Encontraron en Argentina un mar abierto de empresas al borde de la quiebra para usar de pantallas y, sobre todo, jóvenes ligados al mundo de los laboratorios entrenados en lidiar con las mafias de los medicamentos adulterados.
No resultó nada difícil tentarlos. Al fin de cuentas, la venta de efedrina tampoco estaba penada por la ley.
El fenómeno que en Argentina recién comienza a describirse, en México forma parte de las estructuras de ascenso social de la población. Tan evidente es el proceso que hasta salió en la tapa de The New York Times el 2 de noviembre pasado. Sorprendidos por las fotos de los detenidos en megaoperativos llevados a cabo en ciudad de México, sólo podían sacar una conclusión: se acabaron los estereotipos. Hombres de traje, chicas jóvenes, universitarias, abuelos,
señoras bien. Todos trabajando para los cárteles. "Gente que paga impuestos y podría tener un buen trabajo pero que no duda en ganar más dinero con el narcotráfico", describían
la situación.
Para la investigadora Gabriela Polit, de la universidad de Austin, Estados Unidos, una de las formas de explicar el atrevimiento delictivo de sectores de las clases medias es a través de lo que ella llama una temprana herencia del neoliberalismo.
Polit estudia en la literatura las representaciones sociales que se recrean alrededor del narcotráfico, sobre todo los casos de Medellín y Sinaloa. Dice que los viejos perfiles ya no cuadran para caracterizar a los nuevos protagonistas.
Los campesinos mexicanos de los 60, los capos colombianos de los 80 y los sicarios de los 90 siguen teniendo validez, pero hay otros sujetos que deben ser caracterizados a partir de otro esquema. "Todas las políticas neoliberales de los 90 vuelven al enriquecimiento rápido y a una ética del consumo que determina el bien. El trabajo perdió ese aura que tenía para nuestros abuelos. La gente que ahora tiene 30 años fue canibalizada por esta cultura.
Fueron los que notaron con más claridad que las elites y los políticos siempre participaron del negocio del narcotráfico aunque lograban evitar el escarnio público. El narco, en el fondo, es solamente el extremo más duro, despiadado e impúdico de la lógica del mercado. Como lo de este hombre que me contás que tenía un Rolls Royce". O como el narcocholulo Hernán de Carli, que en su quinta lujosa de Rodríguez guardaba una Hummer todo terreno, armas de guerra y hasta una credencial de la DEA. Se mostraba en Facebook rodeado de conejitas, sudando fiesta
y tomando vino Trapiche de 15 pesos. Para describir la decadencia estética de la clase media
argentina, el poeta Fernando Noy acuñó un término que habla de una nueva tiranía: "La de los gronchetos". Ya no más París, ni Miami, es el triunfo de Pilar como cielo colectivo. "El menemismo al menos era original en su impostura, el groncheto ni eso, es un menemismo devaluado, que ni siquiera mantiene la nobleza del lumpen", explica Noy.
De Carli vive entre Miami y Buenos Aires y aunque fue liberado por falta de mérito, su conexión con la ruta de la efedrina está siendo investigada por el juzgado Federal de Campana a cargo del cuestionado juez Faggionato Márquez que lleva el caso. Una fuente ligada a la causa agrega que el fenómeno no es nuevo y que los asesinatos de Forza, Ferrón y Bina solo vienen a echar luz sobre una realidad que ya no se podía disimular. El hombre describe una situación generalizada, como
si hubiese un ejército suelto de jóvenes con una audacia temeraria, capaces de cualquier cosa en nombre de los negocios.
"Hay mucha gente que no se termina de encontrar en la nueva realidad argentina. En las causas de lavado y de empresas que hacen de pantalla al narcotráfico te encontrás siempre chicos así: treintañeros que no tienen paciencia. Quieren vivir bien y no les importa acortar camino".
 
Buscar es un vértigo
"Mi hermano era un caripela con chamuyo" dice Diego Ferrón, en un alto de su trabajo, en un bar debajo de la autopista sobre la avenida Jujuy. "No hizo ni un mango, vivía en una casa del Fonavi. Lo que pasa es que estaba en un momento complicado de la vida", trata de entenderlo mientras lo recuerda jugando al fútbol y hablando, siempre hablando. "Cuando tenés treinta y pico te das cuenta de que la tenés que hacer y rápido porque tus viejos se vuelven grandes y de qué van a vivir. ¿De la jubilación? Tus hijos crecen y te piden más guita y en este país no se puede. Yo creo que por ahí, en ese mundo, él vio que se podía hacer una diferencia y se mandó.
Si hubiera sido mafioso no muere, va armado, la pelea. Pero de boludo nomás…", dice y cambia de tema y vuelve a los recuerdos felices,  a las clases de judo, a la competencia en el gimnasio
para ver quién levantaba más, a las últimas vacaciones que pasaron juntos en San Clemente.
"La actitud de estos pibes ante el ascenso social express es como la de un busca, viste. Como que hay parte de la generación del 90 que estuvo en un país que se caía y no pudo estudiar ni conseguir un laburo y ahora la pelean así -retoma Ragendorfer-. Hay una película de Orson Welles, El Tercer Hombre, que en plena post guerra vendía penicilina adulterada. Es un Forza de ese tiempo. Este tipo de gente proviene de situaciones así, donde se cruza la crisis con la ambición. En sociedades estables es más difícil quese den estos casos".
Educados en colegios donde les prometían el mejor país del mundo, hijos de la democracia,
se negaron a renunciar a sus sueños de televisión. Querían más de lo que podían conseguir
aquí o lo querían más rápido. Esa lógica de lo inmediato no es ajena. Se ve todo el tiempo: en los planes B de salvatajes alocados, en los cambios de técnicos en el fútbol, en los casamientos fulminantes de las botineras, se ve en la guerra del rating, en los cortes de ruta, en el título de esta nota. Esa urgencia que carcome hasta el ataque de pánico.
Estoschicos sólo dieron un paso más. Y terminaron acribillados en un zanjón.
 



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